Existen expresiones afortunadas. Algunas frases se apoderan del tiempo y nos obligan a vivir con ellas. No importa si algunos grupos o personas las reprochan o las reniegan. Existe un algo, indefinible, que alimenta las expresiones y obliga a su uso, so pena de romper los canales de comunicación. Parecen un dictamen del tiempo. Esas frases aparecen, en boca de la generalidad social, no importando la actividad humana específica e inclinando el comportamiento.
Pasa eso con la expresión “romper paradigmas”, una expresión, de origen académico, que permea la visión pragmática del mundo social y que se ha convertido en un lugar común en infinidad de eventos sociales. Quien más y quien menos quiere, llegada su oportunidad, “romper paradigmas”. El asunto no sería trascendente si se tratara, en la práctica social, sólo de una frase de moda o de una expresión de esnobismo, al estilo de “taxi, siga ese auto” o “hasta la vista, baby”, pero cuando esta “necesidad” de romper paradigmas se aplica a aspectos de la vida social donde su ejecución implica aspectos neurálgicos, como los currículos universitarios, debe sopesarse con total seriedad la aplicación de este mandato del tiempo.
Dentro de lo que se ha llamado rompimiento paradigmático en las universidades aparecen algunas ideas que, consideradas detenidamente, pueden resultar nocivas para la principal labor universitaria: la formación de los profesionales del país. Obviamente no podemos tratarlas en profundidad, ni negamos, con su sola enumeración, los vestigios de verdad o de genuino interés que pudieron originarlas, pero invitamos a su consideración.
Asistimos, por ejemplo, a una generalización de ideas y prácticas donde se minimiza la función del docente universitario. Una muestra de ello lo encontramos claramente expresado en el discurso donde se produce la sustitución de la figura del profesor por la imagen de facilitador, negándose con ello la experticia necesaria al carácter del docente universitario, una de cuyas labores consiste en mantener actualizado el arte de su ciencia. Otra expresión de lo mismo es la desafortunada costumbre de dejar en manos de los estudiantes la exposición de los contenidos, sin la guía y el ajuste teórico que sólo puede brindar quien lo ha estudiado a profundidad. Igualmente, consideramos la presencia de los llamados “talleres”, tan solicitados por los estudiantes, donde la responsabilidad del acto académico (enseñanza -aprendizaje) se difumina en una suerte de compromiso colectivo, a mi criterio de muy difícil evaluación.
Esta “moda” académica obedece a una serie de representaciones de muy buen sonar, pero de difícil sustento teórico. Una de ellas es que los aprendices son capaces de aprender por su cuenta, reforzándose una noción de autonomía que sostiene que cada persona puede aprender de una manera particular. Con esta visión se niega la presencia en lo individual de los elementos culturales y del inmenso trabajo de la pedagogía como ciencia.
Un aspecto realmente alarmante es la sustitución de contenidos considerados tradicionales. Dentro de esta idea de lo tradicional se supone la noción de viejo, desactualizado, vencido o inadecuado a los tiempos, lo cual no es necesariamente verdadero. Por una visión así desaparecieron de los currículos de la educación secundaria los programas de historia universal, de historia del arte, la enseñanza del latín y otros programas que ayudaban al estudiante a colocarse, en el mundo y en el tiempo, como producto histórico y cultural. Los docentes universitarios sufrimos por ello la presencia de estudiantes que tienen una noción limitadísima del mundo que habitan.
Tan alarmante como lo anterior es la existencia de una pedagogía vacía de contenidos, que está centrada en las formas de enseñar sin importar lo que se enseña. A estas actividades se dedican innumerables horas de docencia, de recursos y de discusiones curriculares, sin otro producto apreciable que el entusiasmo de los estudiantes que se conforman con clases como las descritas, como si estuvieran observando un performance mediático. Otros reflexionan sobre la sensación de vacío, en términos del aprendizaje, con la que salen de esos salones de clase.
No es una realidad sencilla la que comentamos. No se trata de asumir irreflexivamente el mandato del tiempo de romper paradigmas, con discusiones infinitas de modificaciones curriculares. Se trata de observar la realidad de la docencia universitaria y de referirla a su función social.
Si no lo hacemos corremos el riesgo de que pase en la universidad lo que pasó en la civilización grecorromana cuando, dormida en los laureles de un modelo social que duró más de dos mil años, se negó a ver cómo se resquebrajaba el imperio bizantino, con peleas intestinas, disputas entre el estado y la iglesia y la presencia de los turcos musulmanes en las puertas de Constantinopla.
Se cuenta que cuando el imperio cayó en poder de los turcos, los políticos regentes de Bizancio estaban en el interior de sus palacios discutiendo cuántos demonios cabían en la cabeza de un alfiler y tratando de dilucidar el sexo de los ángeles.
Profa. Graciela Acevedo
udistasns@gmail.com
http://www.udistasns.blogspot.com/
Pasa eso con la expresión “romper paradigmas”, una expresión, de origen académico, que permea la visión pragmática del mundo social y que se ha convertido en un lugar común en infinidad de eventos sociales. Quien más y quien menos quiere, llegada su oportunidad, “romper paradigmas”. El asunto no sería trascendente si se tratara, en la práctica social, sólo de una frase de moda o de una expresión de esnobismo, al estilo de “taxi, siga ese auto” o “hasta la vista, baby”, pero cuando esta “necesidad” de romper paradigmas se aplica a aspectos de la vida social donde su ejecución implica aspectos neurálgicos, como los currículos universitarios, debe sopesarse con total seriedad la aplicación de este mandato del tiempo.
Dentro de lo que se ha llamado rompimiento paradigmático en las universidades aparecen algunas ideas que, consideradas detenidamente, pueden resultar nocivas para la principal labor universitaria: la formación de los profesionales del país. Obviamente no podemos tratarlas en profundidad, ni negamos, con su sola enumeración, los vestigios de verdad o de genuino interés que pudieron originarlas, pero invitamos a su consideración.
Asistimos, por ejemplo, a una generalización de ideas y prácticas donde se minimiza la función del docente universitario. Una muestra de ello lo encontramos claramente expresado en el discurso donde se produce la sustitución de la figura del profesor por la imagen de facilitador, negándose con ello la experticia necesaria al carácter del docente universitario, una de cuyas labores consiste en mantener actualizado el arte de su ciencia. Otra expresión de lo mismo es la desafortunada costumbre de dejar en manos de los estudiantes la exposición de los contenidos, sin la guía y el ajuste teórico que sólo puede brindar quien lo ha estudiado a profundidad. Igualmente, consideramos la presencia de los llamados “talleres”, tan solicitados por los estudiantes, donde la responsabilidad del acto académico (enseñanza -aprendizaje) se difumina en una suerte de compromiso colectivo, a mi criterio de muy difícil evaluación.
Esta “moda” académica obedece a una serie de representaciones de muy buen sonar, pero de difícil sustento teórico. Una de ellas es que los aprendices son capaces de aprender por su cuenta, reforzándose una noción de autonomía que sostiene que cada persona puede aprender de una manera particular. Con esta visión se niega la presencia en lo individual de los elementos culturales y del inmenso trabajo de la pedagogía como ciencia.
Un aspecto realmente alarmante es la sustitución de contenidos considerados tradicionales. Dentro de esta idea de lo tradicional se supone la noción de viejo, desactualizado, vencido o inadecuado a los tiempos, lo cual no es necesariamente verdadero. Por una visión así desaparecieron de los currículos de la educación secundaria los programas de historia universal, de historia del arte, la enseñanza del latín y otros programas que ayudaban al estudiante a colocarse, en el mundo y en el tiempo, como producto histórico y cultural. Los docentes universitarios sufrimos por ello la presencia de estudiantes que tienen una noción limitadísima del mundo que habitan.
Tan alarmante como lo anterior es la existencia de una pedagogía vacía de contenidos, que está centrada en las formas de enseñar sin importar lo que se enseña. A estas actividades se dedican innumerables horas de docencia, de recursos y de discusiones curriculares, sin otro producto apreciable que el entusiasmo de los estudiantes que se conforman con clases como las descritas, como si estuvieran observando un performance mediático. Otros reflexionan sobre la sensación de vacío, en términos del aprendizaje, con la que salen de esos salones de clase.
No es una realidad sencilla la que comentamos. No se trata de asumir irreflexivamente el mandato del tiempo de romper paradigmas, con discusiones infinitas de modificaciones curriculares. Se trata de observar la realidad de la docencia universitaria y de referirla a su función social.
Si no lo hacemos corremos el riesgo de que pase en la universidad lo que pasó en la civilización grecorromana cuando, dormida en los laureles de un modelo social que duró más de dos mil años, se negó a ver cómo se resquebrajaba el imperio bizantino, con peleas intestinas, disputas entre el estado y la iglesia y la presencia de los turcos musulmanes en las puertas de Constantinopla.
Se cuenta que cuando el imperio cayó en poder de los turcos, los políticos regentes de Bizancio estaban en el interior de sus palacios discutiendo cuántos demonios cabían en la cabeza de un alfiler y tratando de dilucidar el sexo de los ángeles.
Profa. Graciela Acevedo
udistasns@gmail.com
http://www.udistasns.blogspot.com/
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