Hace unos pocos días leíamos la información que circuló en distintos periódicos impresos o electrónicos internacionales: “El líder cubano Fidel Castro admitió su culpa en la marginación que sufrieron en la isla los homosexuales en los años 60 y 70, cuando fueron recluidos en campos de trabajo”. Pasados muchos años, Castro reconoce una de las tantas atrocidades cometidas por su régimen autoritario; esa que mantuvo en el aislamiento hasta su muerte a escritores como Lezama Lima y Virgilio Piñera, o condujo –después de la persecución y la cárcel– al destierro y al suicidio al novelista Reinaldo Arenas, por nombrar sólo a intelectuales, fuera de un número incalculable de artistas y otros ciudadanos víctimas de tal discriminación. En la memoria sigue estando la llamada “crisis de Mariel” como imborrable apoteosis de ese horror.
Salvando las distancias de todo tipo, recordamos que, en la última década del siglo XX, el papa Juan Pablo II, en nombre de la iglesia católica, reconoció los errores y barbaridades cometidas por ésta: la injusta condena a Galileo Galilei, la intolerancia y violencia de las Cruzadas y la Inquisición, la connivencia con los desmanes de la conquista de los pueblos americanos, la hostilidad hacia el pueblo judío, entre otras enormes faltas históricas.
Pero el jerarca católico pidió perdón. No hay solicitud de perdón por parte del autócrata cubano (ver entrevista completa en http://www.jornada.unam.mx/2010/08/31/index.php?section=mundo&article=026e1mun). Como no se arrepintieron ni pidieron perdón por sus injusticias y crueldades Hitler, Mussolini, Stalin, Ceausescu, Mao, Milosevic…, algunos nombres de la funesta lista de déspotas del siglo XX.
En nuestro lar, desconocemos que el fallecido Luis Tascón se haya arrepentido y expresado sus disculpas por los gravísimos daños ocasionados a muchos venezolanos con la tristemente célebre lista bautizada con su apellido, punta de iceberg de todo un complejo fenómeno que conlleva una lógica, una actitud y una conducta de discriminación e intolerancia que ha caracterizado (y sigue) al régimen gobernante en nuestro país.
Y he allí el meollo del asunto: la reincidencia en ese estado de hostilidad, segregación, negación de la diferencia y la libertad (a propósito, recomendamos la lectura del artículo “Vivir la diferencia” de Rigoberto Lanz, El Nacional, 29/08/2010, Opinión, p. 9) aun hoy y en nuestro territorio (léase: país, estado, ciudad, universidad…), cuando la historia moderna nos ha enrostrado las terribles consecuencias de semejante concepción y práctica. Se reiteran las actitudes y ejercicios censores y totalitarios, quebrantadores “del derecho a disentir”, “del respeto real a la diversidad” (RL). Se reproducen los mecanismos de descalificación, amedrentamiento, chantaje, hostigamiento, exclusión, contrarios a una verdadera “sensibilidad democrática” (como la tematiza Lanz). Se crea un espacio psicosocial donde priva el populismo y el clientelismo (superando los más desvergonzados hábitos políticos anteriores, tan discursivamente rechazados) o se impone el jinete del miedo (“Y el quinto jinete es el miedo” se titula un filme disidente del tiempo del socialismo checoslovaco).
Conocidas las vejatorias experiencias del socialismo sufridas en los países de la Europa oriental, del Asia o de nuestra América (Cuba en primer lugar), inherentes, según muchos estudiosos (no damos nombres pues la enumeración es extensa), a la misma concepción filosófico-teórica del marxismo (y a sus diferentes versiones: leninismo, maoísmo, guevarismo, ¿chavismo?…), ¿cómo comprender que se sigan los mismos conceptos y prácticas impregnadas por obscenos errores ideológicos y políticos? La respuesta puede estar, unas veces, en el desconocimiento de la historia; otras veces en el atraso y la ineptitud; también en el fanatismo, producto de una trampa ideológica casi sentimental; o, más grave aún, en el cinismo político, ese que lleva a Castro a justificar, impertérrito, las atrocidades del sistema socialista cubano, que como todo régimen totalitario, cual Saturno, devora a sus hijos… Y aquí no ha pasado nada.
Retumban en nuestra conciencia las palabras terminales y clamorosas de Kurtz (en la novela “El corazón de las tinieblas” o en el filme “Apocalipsis ahora”): “¡El horror! ¡El horror!”
Prof. José Malavé M.
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