Profa. Graciela Acevedo
Dpto. de Sociología UDO-Sucre
gracielamacevedof@gmail.com
REGIÓN, miércoles 22 de febrero de 2012 / p. 10
La minúscula mujer, creada con una costilla de Adán, tomó el fruto del árbol del conocimiento, comió y se lo dio a probar a su compañero. Había desobedecido la orden expresa de Dios. Desde siempre sabemos que los actos producen consecuencias. El desacato de Eva nos quitó la vida eterna, nos puso a parir con dolor, a sudar para ganarnos el pan, a errar por la tierra buscando recuperar el paraíso perdido, pero también nos dio la oportunidad de ejercer el Libre Albedrío, la posibilidad de libre elección de los actos acordes con nuestra conciencia.
Sin importar qué tanto podamos suscribir la visión religiosa de la vida, el acto paradigmático de Eva se ha repetido en la historia siempre que se produce una relación desigual de poder, pero es mucho más notoria cuando existe un poder totalitario que intenta ahogar las reacciones de los débiles políticos, quienes, como única fuerza, mantienen el apego a un ideario de orden moral, es decir, cónsonos con los valores y las costumbres. Siguiendo el paradigma, el débil enfrentará al fuerte, sabiendo que sus acciones pueden acarrear consecuencias.
Sófocles nos representa el ejercicio de la libertad de conciencia en su versión del mito de Antígona, una débil doncella, débil por su juventud y por su psicología –concebida por la unión incestuosa de Edipo con su madre Yocasta, vivió el derrumbe de su estirpe por el cumplimiento del Oráculo, acompañó a su padre ciego hasta su muerte en el destierro y enfrenta, en la tragedia con su nombre, la muerte simultánea de sus dos hermanos, uno en manos del otro–. Antígona desafía el poder del Estado, representado en Creonte, frente a la prohibición de enterrar a uno de sus hermanos, Polinices, y, aunque conocedora de que sus actos le acarrearán la muerte, llora y practica los ritos fúnebres sobre el cuerpo insepulto. Creonte representa en la obra al hombre sin mérito propio, quien, por una situación inesperada, llega al poder y se convierte en un obcecado que intenta gobernar aún en contra de las costumbres más sagradas.
Por la boca de Antígona, Sófocles resume una realidad política eterna, expresada con la sencillez de un conocimiento elemental de la vida, cuando le revela a Creonte el carácter tiránico de su orden: “…Que a todos estos no le parece bien, podría decirse, si no les atara la lengua el miedo. Pero la tiranía, entre otras muchas ventajas, tiene la de poder hacer y decir cuanto le viene en gana.”
El mítico Creonte se reactualiza cada vez que se produce una orden, una acción o una omisión donde se vulnera la capacidad de actuar de acuerdo a la conciencia o a las leyes establecidas; pero dice el mito que cuando un poder totalitario vulnera los principios de la convivencia social aparecerá siempre el comportamiento de una parte de la población, sin importar que sea sólo una mujer –símbolo de la desigualdad social, tal como la usa Sófocles– que con los medios más elementales asumirá la desobediencia ciudadana: Antígona opta por el amor, no por el odio, como se lo aclara a Creonte; Eva, por tomar el fruto del árbol del conocimiento.
Dondequiera que surge un movimiento social que reclama el derecho de actuar de acuerdo con la conciencia aparecerá el modelo representado en Antígona; no importa si defendemos un derecho universal –el derecho al conocimiento, a enterrar a los muertos, a la libertad de expresión, el valor de la palabra empeñada, la defensa de la familia– en donde el colectivo puede identificarse, tal como ocurrió con las manifestaciones cubiertas bajo el eslogan “Con mis hijos no te metas”; o si se trata de una ética que deviene ejercicio personal signado por nuestra posición en el mundo –juzgar de acuerdo a las leyes, como en el caso de la jueza Afiuni (Antígona arrastrada con cadenas) o, en el medio universitario, defender la Autonomía o la Libertad de Cátedra–.
Al parecer la democracia no ha evolucionado tanto desde que, hace 2500 años, Sófocles reactualizó la presencia arquetípica de Antígona, pero, al menos, muchos pueblos cuentan hoy con un resguardo legal como el que proporciona el artículo 350 de nuestra Constitución.