Adriana Cabrera
Profesora
Dpto. Filosofía y Letras UDO-Sucre
http://udistasns.blogspot.com
Acabo de leer un editorial del periódico digital
mejicano Artículo 7, cortísimo y sin
desperdicio, titulado “La política es asunto de todos, hasta de los políticos”.
Es de esos textos que argumentan lo imprescindible y logran precisar lo
esencial. Trata de la distinción que el común hace entre los políticos y los
demás, entendidos estos como aquellos que no ejercen la política como
profesión, no trabajan para gobiernos ni partidos y, pasmosamente, aquellos que
identificamos en nuestro país como sociedad civil organizada. Califico tal
hecho de pasmoso, como hubiera podido calificarlo de curioso o extraordinario,
porque de golpe me percato de que es una distinción que, aunque muy marcada, es
casi totalmente inconsciente en nuestro contexto.
En efecto, la tendencia general cuando hacemos
reflexión política en nuestra cotidianidad es a dividir el mundo, como dice el
editorial, en dos fracciones: « “allá están los
políticos” y “acá estamos los demás“». ¿Y quiénes somos los demás en nuestro convulsionado país? Sin ir más lejos y para no
extender el asunto, ¿quiénes somos los demás en nuestra ciudad, en nuestra
universidad? Los demás, se cree –hagamos el énfasis–, somos quienes no estamos haciendo política, es decir,
quienes no somos profesionales de la política, no militamos en ningún partido y
no somos sociedad civil organizada. Los demás
somos quienes sufrimos a los políticos, clase identificada instantáneamente en
nuestros esquemas de funcionamiento del mundo como corrupta y detestable. Los demás sufrimos sus mentiras, su codicia
de poder, su palabrería… su molestia reclamando esto y lo otro y lo de más
allá. He allí el golpe: en este esquema de discriminación, la sociedad civil
queda atrapada en el cajón de la cosas podridas y con ella la convicción de que
no existe una forma de hacer política que no sea sucia. Qué equivocada esa horma
y cuántos desatinos se comenten en su nombre. Según esta manera, toda forma de
protesta, reclamo y lucha por reivindicaciones cae dentro de las
manifestaciones de vida podrida de la clase política, o es, cuando menos, un
hartazgo. Y peor, hace que, por extensión, aceptemos el ejercicio avieso de la
política como mal necesario.
Tengo para mí que esta división responde también a
una forma de comodidad de la conciencia. He sido testigo de cómo se equipara a
quien reclama derechos o reivindicaciones a un quejón. Me ha tocado escuchar frases providenciales: “Si le parece
que la universidad está tan mal, ¿por qué no renuncia?” Todas, formas de
excusar los compromisos políticos que tenemos, no como políticos, sino como
ciudadanos. Todas, formas de echarle el muerto que deberíamos contribuir a
cargar a esos, a los políticos, a quienes no dudamos en demandar, cuando
tenemos el agua al cuello, que reclamen por nosotros, hagan por nosotros y
resuelvan por nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario