Miércoles 21 de septiembre de 2011 / p. 14
Prof. José Marcano Carpintero
Dpto. Currículo y Administración Educativa
marcanocarpintero@gmail.com
http://udistasns.blogspot.com
No siempre la vieja sentencia “Todo tiempo pasado fue mejor” resulta aplicable a la realidad contemporánea. Por tanto, no puede considerarse una verdad absoluta. Sin embargo, en esta oportunidad creo muy conveniente aplicarla, y explico con algunos detalles mis razones. En una rápida pasada que hice en estos días por la otrora hermosa Plaza Ayacucho, caí en cuenta del verdadero estado de descomposición urbanística y arquitectónica en el que hemos ido sumergiéndonos paulatina e indolentemente desde hace ya un buen tiempo; eso sin contar, por supuesto, la descomposición de elementos de orden cultural e idiosincrásico, y, especialmente, de los valores ciudadanos, que los que tenemos el hábito de ver y anotar hemos ido apuntando en un ya largo rosario de pesares que anquilosan nuestra sociedad.
De pequeño recuerdo la Plaza Ayacucho como un espacio colorido y bullicioso pero impecable. Eran emblemáticos del sentido de ciudadanía cumanesa sus jardines cuidados, y la limpieza y brillo de sus pisos y de los mármoles del pedestal del Gran Mariscal. Implacables eran las autoridades en hacer cumplir las elementales normas de comportamiento público. A las seis de la mañana se cantaba el himno nacional y se izaban las banderas con una guardia de honor; a las seis de la tarde se hacía lo propio mientras se arriaban los pabellones. Todo aquel que estaba en los alrededores de la plaza debía guardar respeto a los símbolos patrios poniéndose de pie, deteniendo su marcha, descubriéndose la cabeza y manteniendo estricto silencio mientras durara el protocolo.
Durante el día los caminantes que portaban bolsas, los que iban en pantalones cortos o en camisetas sin mangas, debían bordear la plaza, nunca atravesar sus caminerías, so pena de ser detenidos por la policía, que mantenía una guardia permanente en los alrededores. Eran prohibidas las mascotas, las francachelas, los actos lascivos, los aspavientos y demás acciones en contra de las buenas costumbres. Era un espacio para el solaz familiar y para compartir entre amigos, conversar o simplemente admirar la fuente que alzaba sus brazos de agua incesantes, en diversos tamaños y colores, ante la admiración ingenua de grandes y la curiosidad de los más chicos.
Ya de adolescente, recuerdo que el ambiente rígido empezó a cambiar, el ambiente físico también. No obstante, se mantenía la pulcritud de los espacios, y cierto orden. Las tardes eran de absoluto esparcimiento, los jugadores de ajedrez se apostaban por horas en silentes y largas partidas, bajo el ritmo incesante del viento y de la fuente que dejaba manar sus chorros multicolores entre el verdor espeso de la arboleda que custodia al Mariscal.
Hoy la agradable Plaza Ayacucho parece solo una trinchera donde de vez en cuando, con encendido verbo, algunos dizque oradores se dan golpes de pecho y despotrican de viejos modelos políticos y hacen falsas promesas. Se ha convertido la vieja plaza en un lugar de citas baratas; en un bar abierto bajo la mirada broncínea e inerte del Abel de América; en el sitio ideal para acomodar los carros del chichero y del guarapero, justo al lado de la fuente que hoy luce seca y sin gracia.
La plaza central de la ciudad es el lugar donde los desocupados de oficio duermen sus siestas; donde los drogadictos y menesterosos pululan; lugar de donde los rateros, asaltantes y violadores han desplazado a los padres, temerosos de ser agredidos, dejando a otros el espacio que por derecho ciudadano nos corresponde. Y lo que más me sorprende de todo es el lugar en el que alguien ubicó una mesa de juego bien servida: una baraja, varias sillas, algunas botellas, los gritos propios del truco, todo a la sombra de un maltrecho arbusto, resquicio de las antiguas jardineras bien cuidadas, y a la vista -gorda- de las autoridades. Pasamos de un paraíso a un infierno ¿Cómo no decir que “Todo tiempo pasado fue mejor”?
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