sábado, 7 de abril de 2012

Juego de villanos


Profa. Adriana Cabrera

Dpto. Filosofía y Letras UDO-Sucre

REGIÓN, miércoles 28 de marzo de 2012 / p. 10

Todos saben que es característico de los orientales inclinarnos por el filo verbal: nuestra lengua local está equipada para ser cuchillo, pero también canto por donde nos desplazamos peligrosamente, haciendo malabares lingüísticos, dobles sentidos, comprometidas estratagemas orales. Gran parte de este comportamiento proviene de una escuela antigua, de fino entrenamiento eufemístico que valoraba a partes iguales su gusto por la indecencia y la fascinación por el recato social. Mi abuela, mujer versada en estas artes, en las que debe reconocerse la maestría especial de ciertos sectores femeninos cumaneses, contaba –con una chispa de luz bailarina en sus ojos negrísimos– cómo su círculo de amistades, todas tabaqueras, se referían al empresario Fulano de Tal, respetadísimo miembro de la comunidad, cuyo cráneo lucía totalmente desprovisto de cabello, como el señor Cabeza de Grosería. Nunca en su presencia, claro, pero sí abiertamente, muy seguras de haber conservado –casi– todas las exigencias del decoro.

Mi infancia estuvo llena de ilustraciones veteranas de este arte. Con diversión escuchaba a mi abuelita exclamar “Miércoles”, cuando se pisaba un dedo; y sabía, sin dudas, que el pisotón había sido muy fuerte cuando a “Miércoles” le seguía “Jueves” y “Viernes”. Sobra decir que jamás escuché a esa amada anciana decir ni una palabra soez, pero sabía que tenía una colección prodigiosa de fórmulas, expresiones y pequeñas piezas de ironía, jocosidad, burlas e imprecaciones.

Mucho después, en mis años iniciales de universidad, leí con gran regocijo e innegable sabor familiar las piezas satíricas de Francisco de Quevedo, joyas de impertinencia social; también esa pieza de orfebrería de la vulgaridad que es Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, en el cual, entre muchas otras proezas, enumera cien formas de limpiarse el culo.

Recuerdos. Lecturas. Experiencias. Todo ello para apuntalar mi pretensión de entendida en la materia; para acallar cualquier duda de mis lectores y asegurarles, sin margen de duda, que sé reconocer una buena pieza cuando la tengo en frente. Reconozco las formas en que el trabajo del lenguaje puede obrar la magia de elevar a arte las retóricas bajas y las piezas de conducta verbal impropia. Todo ello para asegurar que mi actitud frente a estos ejemplares no puede ser sino de abierto gozo. Lo que no implica que deje de reconocer los peligros de este juego cuando se desboca; cuando se manipula nuestra herencia de desparpajo verbal para confundirla con la imposición de un estado de violencia discursiva y de degradación del otro; o cuando se acusa al interlocutor de “comeflorismo” por usar un lenguaje apropiado, formal y no insultante.

Mi amigo Ricardo Ramírez Requena, profesor universitario, hizo esta advertencia-petición en una de sus actualizaciones de Facebook: “Si me saludas, no me llames m… cada 30 segundos. Si me cuentas algo importante, no me digas g… a cada rato. Si te estás despidiendo, no me digas c…m… Hay que desmontar el lenguaje de la violencia. Comencemos por tratarnos bien. No es ser pacato: es bajarle, no dos, sino más de tres, a la agresividad en nuestro país”. Y pensé en las veces, desgraciadamente cada vez más frecuentes, en las que he tenido que hacer un alto en mis clases para discutir con mis alumnos por qué es no sólo impropio sino también insano el tratamiento verbal degradante, aun cuando se cubra del velo inocente de la jocosidad, tratar de comprender junto a ellos la línea delgada que separa el chiste del insulto, el comentario inocentemente desfachatado de la ofensa, la exaltación de la violencia.

Es cierto que esa línea es cada vez más borrosa para nuestros muchachos, pero frente a ese hecho nuestro deber como educadores es también cada vez más claro: desmontar la violencia que comienza por el lenguaje, como apuntaba Ramírez Requena. No se trata de ser timorato. No se trata de ser pusilánime. No se trata de desconocer nuestra idiosincrasia. Se trata de rechazar con buen ejercicio de la lengua, con gozo en sus providencias, en todos los ámbitos, el lenguaje podrido de la violencia, la pluma servil de los insultadores de oficio, el magro espíritu de los empobrecedores de lenguaje y academia.

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