El apego a los valores sociales rige nuestra vida. La búsqueda de la verdad, la libertad, el progreso, el bien social, el respeto al otro, la igualdad, la generosidad, el amor, la sencillez, la esperanza por la llegada de mejores tiempos y el trabajo -consistente con esa espera- son algunos de los valores colectivos más importantes.
Son valores trascendentes que parecen propios de la condición humana por su generalidad y persistencia en el tiempo, pero cuando los observamos detenidamente hallamos en ellos un origen religioso preciso: son ideas ligadas al cristianismo, como forma de vida, y que se constituyeron en universales con la expansión de los símbolos asociados a Jesús de Nazaret.
La radicación profunda de los valores cristianos desarrolla en diferentes actividades de la cotidianidad un rasgo que subyace en los comportamientos: la espera de la Parusía, es decir, la espera del regreso del Mesías, el salvador que resolverá, de una vez por todas, las inquietudes tanto del corazón como del cuerpo.
Alimentamos la imaginación de nuestras niñas con las fábulas esperanzadoras del príncipe azul que las conducirá a un reinado feliz; jugamos la lotería que nos resolverá la carencia y la soledad; declaramos (aunque no las practiquemos) la sencillez y la igualdad como patrón de vida; votamos por líderes esperando de ellos el comportamiento mesiánico por excelencia: recomponer nuestra sociedad a un estado original donde la abominable diferencia sea execrada. Como dijimos antes, con la llegada del Mesías (o su representación) todas las diferencias serán saldadas, la maldad abolida y el paraíso reconquistado.
Nada tiene de malo soñar con el paraíso, pero existen aspectos negativos en las esperas mesiánicas; por ello es necesario repensar lo tradicional para construir el futuro. Por ejemplo, en el anhelo por el (o lo) que vendrá se disipa la construcción del propio destino, dejando esta labor en la voluntad del otro, con lo que se nubla la percepción del tiempo y se pierden de vista los fines de la propia vida.
De igual manera, asociada a la espera del tiempo feliz, existe la creencia de una batalla necesaria al restablecimiento del bien, la lucha del bien contra el mal, en la que el bien, a quien “nosotros” siempre representamos, vencerá y reinará largos años sobre la tierra. Esta esperanza, de origen religioso, es fácilmente trocable en política y ha sido utilizada como motivo proselitista por mentalidades totalitarias. Hitler, insignia de inmolación, prometió gobernar mil años; León Trotzki ofreció, como incentivo al socialismo, crear en este mundo “un paraíso real”. La llegada del bien debe estar, en religión como en política, precedida de una catástrofe final. En religión la hecatombe es simbólica: la lucha contra el anticristo. En política el lugar simbólico del diferente es ocupado por otros humanos. El enfrentamiento es real: debe correr (como ha corrido en la historia) la sangre.
Parece necesario vivir luchando por la paz. En estas navidades ello implica aferrarnos al poder cultural de la simbología cristiana para oponernos al poder de facto con el que se ejerce la violencia política en nuestro momento, intentando modificar nuestra forma de vida. No hace falta ser muy religioso para ello. Podemos remitirnos a la inocencia infantil, al asombro adolescente, a la ilusión por la que se vive la vida adulta, a la necesidad de la seguridad en la vejez.
Haciendo uso de mi legado cultural en esta navidad escribiré mi carta al niño Jesús. En ella le solicitaré, como regalo, que nos permita continuar la búsqueda de un país respetuoso de las personas y de sus iniciativas, de las diferencias, igualitario en la oportunidad, progresista, libre, alegre y, por sobre todo, le pediré que nos quite los estorbos para pensar el futuro. Como sé que tal don no se puede envolver como un obsequio, le solicitaré que, como señal, alguien me regale unos lindos zarcillos. Cuando los reciba sabré que mi pedido se cumplirá.
Profa. Graciela Acevedo
Dpto. Sociología
udistasns@gmail.com
http://udistasns.blogspot.com
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