Todos conocemos del germen de la universidad en los monasterios y catedrales (los claustros) medievales. Los estudiantes de estos reclusorios tenían la obligación de aprender el pensamiento canónigo y reproducirlo de la misma manera como les era enseñado. Esta condición los convirtió en aprendices de clérigos o monjes menores.
Pero la universidad, como institución social, nace realmente con el ejercicio de la libertad en la búsqueda del conocimiento (el legado del mundo antiguo) no permitido. En el siglo XII con el deseo de establecer condiciones apropiadas para la calidad de la enseñanza y del aprendizaje, los profesores y estudiantes constituyeron sendas comunidades de estudio, universitas, término que describía, hasta entonces, cualquier agrupación organizada con miras a un fin común. Los historiadores datan en 1158 la protección que el Sacro Imperio Romano concedió a los estudiantes agrupados en universitas para transitar de uno a otro lugar de Europa. Entre los privilegios e inmunidades concedidos estaban la protección ante arrestos injustos, el derecho a ser juzgados por sus pares y el derecho a protestar. No es casual entonces que las nacientes universidades se identificaran con la imagen de una oca o ganso, símbolo de la rebeldía.
Desde aquel tiempo la universidad representa el amor por el conocimiento libre; muchos hombres de ciencia sacrificaron su vida a ese valor básico. La obligación histórica de la universidad es sentar los cimientos para que futuras generaciones puedan ir más allá de lo que el statu quo, llámese como se llame, pueda permitir. Su ideal radica en la posibilidad de la liberación del hombre en y por la vía del conocimiento.
Por ello no entiendo la actitud complaciente (¿hay en ese deleite una cierta resignación vital?) de un sector de la comunidad universitaria que, al modo de aquellos iniciales aprendices de monjes, repiten y propician la promulgación de una ley que coarta de manera brutal, acechándola por diversos flancos, la más preciada esperanza en lo universitario: la libertad para buscar la verdad desde la autonomía del pensamiento.
En el inconsciente no hay azar, mantienen los psicoanalistas. En la aceptación de una categoría nueva donde los profesores universitarios pasen a ser meros, planos, trabajadores académicos, quienes consienten están diciendo que renuncian a la condición que define la universitas, la comunidad de los profesores y estudiantes universitarios, la comunidad del saber. Es aceptable que se conciban como trabajadores académicos porque como profesores universitarios no actúan.
No pueden serlo quienes se dedican a copar diferentes instancias universitarias con ejercicios grises e improductivos a fin de mantener (defender, en su jerga guerrerista) posiciones de poder e impedir que enemigos imaginarios tengan cualquier capacidad de acción. No hay en ellos deseos de alcanzar el futuro, de que los estudiantes aprendan a situarse en el espíritu de la ciencia y de la cultura universal, ni de que la frase “Alma Máter” mantenga su sentido generativo, sentido que instaura las condiciones de formación espiritual para que el universitario dirija su ciencia hacia la construcción de un mundo cada vez más inclusivo.
La ciencia es terca. Tiene una fortaleza que se deriva de su juventud eterna (Gaudeamus igitur / iuvenes dum sumus) y un sentido de rebeldía que le ha permitido mantenerse, durante siglos, agrupando en una sola noción el conocimiento universal. La comunidad mundial del conocimiento es la Universidad y para mantenernos en ella podemos seguir utilizando el símbolo de la oca.
Profa. Graciela Acevedo
Dpto. Sociología
udistasns@gmail.com
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