Una huelga de hambre es un recurso extremo, que significa que quien lo asume combina un gran anhelo de justicia, un sentido de responsabilidad personal hacia la modificación de las condiciones sociales con una condición de valentía que adquiere ribetes de heroicidad. No es fácil imaginar las sensaciones y sentimientos de quien se mantiene contando las horas en ayuno voluntario, menos si tiene conciencia plena de que el término de su martirio depende de las acciones de la persona o del mismo grupo de personas que obligaron el inicio del mismo.
Lo último que debería pasar por la mente de una persona debería ser el pensamiento de terminar su vida a causa de la ausencia total de alimentos. Someterse voluntariamente a esa posibilidad es, en consecuencia, una medida excepcional que se asume yendo en contra de los instintos básicos y de la totalidad de los normas sociales, institucionalizadas alrededor de la satisfacción de las necesidades humanas; primeras, entre ellas, aquellas que tienen que ver con la sobrevivencia física.
Las huelgas de hambre y otras tácticas extremas de protesta son medidas que evidencian gran inconformidad con el estado de la institucionalidad social. Algunos modos son visibles: paros generalizados, encadenamientos, mutilación de miembros, inmolaciones, etc.; otros son menos obvios, pero no por eso menos dignos de atención: descenso de las tasas de nacimiento, aumento de la tasa de suicidios, inconformidad con las condiciones de vida que se expresan en el aumento de consultas psicológicas y psiquiátricas, en agresividad colectiva, en la disminución de consumos asociados al disfrute, etc. En la gran mayoría de los casos son medios para hacer patente el debilitamiento de las instituciones encargadas de normar el respeto a las personas, la legalidad y de garantizar la legitimidad de los gobiernos de turno; en otros casos son el único recurso con el que cuenta una persona para seguir viviendo con dignidad.
El concepto marxista de “proletariado” hace alusión a los hijos, la prole, como única posesión de una clase social para enfrentar las exigencias de la vida. El concepto se ha revestido de un aura de sacralidad porque simboliza el ingente estado de quienes luchan con sus mínimos recursos para sobrevivir en condiciones adversas. Tal vez por eso se considera que la voz del pueblo, concepto que se ha asimilado al de proletariado, es la voz de Dios.
Podríamos inferir que en el caso de los que, ante la impotencia de hacerse oír, atender o ver, recurren al único y último recurso -mermando sus fuerzas, en estado de postración, neutralizando sus miedos, sus instintos, haciendo oídos sordos a las recomendaciones familiares- para enfrentar aquello que consideran injusto, se trata no ya de la voz sino de un grito de Dios.
Una huelga de hambre es un grito desesperado. En un sentido estricto no lo es sólo de quien o quienes están postrados a expensas de una respuesta de la cual no se tiene certeza, sino de la colectividad a la que la puesta a derecho, la reivindicación o el reconocimiento de la situación expuesta, mejorará en sus condiciones sociales. Una huelga de hambre encarnada en individualidades o grupos, puede constituir un mecanismo de la cultura para hacernos más humanos. Desprestigiarla, desatenderla, no considerar lo que se habla con tan extrema expresión es regresar a condiciones de animalidad.
Profa. Graciela Acevedo
Dpto. Sociología
udistasns@gmail.com
http://udistasns.blogspot.com
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