jueves, 15 de marzo de 2012

La modorra udista y la posibilidad de despertar


Prof. Reinaldo Cardoza Figueroa

Dpto. Currículo y Admón. Educativa UDO-Sucre

reycard@gmail.com

http://udistasns.blogspot.com

REGIÓN, miércoles 14 de marzo de 2012 / p. 10

Cada vez con mayor frecuencia me siento como ciertos personajes de las narraciones de Rubi Guerra, y no porque tenga rasgos heroicos o dignos de ser retratados en una obra literaria. No se trata de eso. Algunos sujetos de las ficciones de este escritor cumanés se presentan atrapados en realidades opresivas, asfixiantes y decadentes, ante las que no reaccionan ni tratan de cambiar, como si estuviesen sumidos en un estado de somnolencia, en un sopor paralizante que anula su voluntad y sus deseos. Esta actitud es lo que Orángel Morey-Lezama ha llamado, muy acertadamente, «modorra».

La mía no es una sensación aislada o casual, sino que se presenta cuando debo acudir a mi rutina diaria de actividades en la UDO, cuando recuerdo que soy parte de esa institución enferma y convaleciente. Modorra infinita al pensar en los espacios y paisajes ruinosos («tierra de nadie» y sin ley), en la cada vez más menguada presencia estudiantil en los pasillos y en las aulas, en las condiciones laborales propias de una esclavitud, en la pereza contagiosa de los estudiantes ocupados solo de cumplir con las exigencias mínimas para aprobar y obtener «como sea» un título, en la falta de docentes comprometidos que quieran formar a sus sucesores; modorra de pensar en tantas cosas y me provoca correr y olvidarme de todo.

No me avergüenza decirlo. La modorra me invade también y me parece que amenaza con apoderarse de todo como si se tratase de un padecimiento contagioso y canceroso que socava las entrañas de quienes compartimos el mismo espacio de la UDO. No me da vergüenza porque prefiero mirar la viga en mi ojo que la viruta en el del prójimo; eso, pienso, ya es un paso adelante. Sin sorpresa he descubierto en los demás –mis compañeros de trabajo, estudiantes y practicantes de Educación, obreros, secretarias, superiores y subalternos– el mismo estado de somnolencia permanente que hace de nuestra vida académica un pequeño purgatorio al que acudimos cada día anestesiados: ciegos, sordos y mudos ante lo que pasa a nuestro alrededor. Esta actitud –tan contradictoriamente humana y más común de lo tolerable– nos asemeja más a un rebaño de borregos que a miembros de una Universidad.

Desde luego, quisiera que este texto tuviese un tono menos sombrío, tal vez más optimista, pero eso sería mentir sobre nuestra realidad, sobre lo que vivimos –y padecemos– como comunidad, tomar la cómoda vía de la evasión, ponernos unos lentes que se ajusten más a aquello que queremos ver o dejar de ver. Después de todo, pienso que solo la verdadera conciencia de nuestras propias miserias nos permitirá mirar e ir más allá, es el primer paso para re-construir una Universidad posible y menos hostil con todos. Ya lo ha dicho Silvio Orta en este mismo espacio, el reconocimiento de que nos hallamos en un barranco es condición fundamental para salir del abismo, y eso solo es posible con trabajo y esfuerzo sostenido.

Si una cosa he aprendido en mi corta experiencia docente es que un profesor ha de ser un apasionado y un seductor en igual medida; muy bien lo sabemos quienes trabajamos en la formación de docentes y con enseñanza de la literatura. Hemos dejado, sin embargo, que la pasión y la seducción se diluyan con el peso de lo rutinario y las obligaciones, hasta desaparecer y convertir en un profundo letargo nuestra existencia universitaria. La pasión por lo que hacemos y la capacidad de seducir a otros con nuestro trabajo, con lo que somos, son dos posibles vías para despertar de la modorra udista –ese sueño patológico que parece hundirnos poco a poco­–, para abrir los ojos y comenzar a ver la Universidad que queremos, la que tal vez nunca hemos tenido.

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